Hoy se cumplen dieciséis años de la consecución de la Séptima
No es un aniversario redondo, lo sé. Pero estando ya en la semana en la que el Real Madrid se va a jugar una Copa de Europa, ha sido inevitable que hoy me acordara de aquel 20 de mayo de 1998. Tengo los recuerdos tan frescos que me asusta un poco pensar que ya han pasado más de quince años. Dieciséis se cumplen hoy, para ser exactos.
Recuerdo, sobre todo, esa mezcla de alegría y nervios que tenía durante los días previos. Alegría porque se acercaba el momento de ver al Real Madrid disputando una final de la Champions League y nervios, lógicamente, que iban incrementándose a medida que se acercaba la cita de aquel miércoles en Ámsterdam, por el miedo a perderla.
Por cuestiones lógicas de la edad, ya que yo era muy pequeño, no guardo absolutamente ningún recuerdo de la Final que perdimos en 1981 con el Liverpool. Por ese motivo, la de 1998 fue mi primera gran Final de la Champions.
Había vivido con alegría los dos triunfos en la Copa de la UEFA de 1985 y 1986. Pero por aquel entonces, todavía no entendía del todo la relevancia que suponía jugar una Final Europea y todo lo que había alrededor del fútbol. O mejor dicho, aún no percibía la dificultad que supone acceder a una final europea. Por desgracia, fue algo que descubrí años después, siendo ya más mayor.
Sí. Tuvieron que pasar unos años para que, en plena adolescencia, fuese consciente de la gran ocasión que habíamos desperdiciado en Eindhoven en el año 1988. Recuerdo que en su momento, siendo aún un crío, no le había dado mucha importancia a la eliminación con el PSV.
Hubo que llegar a los años noventa para que descubriera lo difícil que era ganar en Europa y lo complicado que resultaba acceder a una final para ganar una Copa de Europa que no habíamos vuelto a llevar a las vitrinas desde el año 1966.
Y es que tuvieron que transcurrir 32 años para que el Real Madrid volviese a saborear un triunfo en la máxima competición continental.
Aquel gol de Mijatovic a la Juventus supuso mucho para el madridismo. Y mucho para mí. De repente, todo volvió a tener sentido. Tantos años de decepciones quedaron olvidados en el momento en el que Manolo Sanchís levantó el preciado trofeo al cielo. Fue una sensación de alivio y de alegría. Una alegría inmensa.
Habíamos enterrado el fantasma de Eindhoven.
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