Amancio Amaro, entrenador del Castilla durante la temporada 1983-84, posaba junto a sus pupilos en una bonita foto de familia que realizó Raúl Cancio en la Ciudad Deportiva. Es la imagen que ilustraba la página en la que por primera vez se mencionaba a la quinta de 'El Buitre'. Ahí surgía el apelativo por el que se terminaría conociendo al grupo que formaban Butragueño, Míchel, Martín Vázquez, Sanchís y Pardeza. Estamos de celebración. Hoy la Quinta del Buitre está de cumpleaños. A modo de recuerdo de una efeméride tan especial reproduzco de nuevo de forma íntegra el artículo que escribió Julio César Iglesias para El País y que apareció publicado el lunes 14 de noviembre de 1983, tal día como hoy de hace 35 años.
Castilla Club de Fútbol, esplendor en la hierba
AMANCIO Y LA QUINTA DEL BUITRE
Si el fútbol fuese una ciencia exacta,
el éxito del Castilla sería sólo una igualdad matemática: con la jornada
de ayer, quince puntos, cinco positivos, veinticinco goles a favor,
once en contra. Si el fútbol fuese únicamente una ciencia, el éxito de
Butragueño, delantero centro titular, sería un simple dato numérico:
quince goles en once partidos. La serie goleadora de Butragueño, El
Buitre, es una muestra de calidad personal y es también el resultado de
una suma de esfuerzos. Detrás de El Buitre están el trabajo de un
entrenador con imaginación, Amancio Amaro, míster AA, y el ingenio
colectivo de Michel, Pardeza, Sanchís y Martín Vázquez. Una promoción a
la que los hinchas comienzan a llamar La quinta de El Buitre.
Julio César Iglesias
Las primeras noticias sobre El Buitre
datan de hace dos años y de un trofeo Santiago Bernabéu. Aquélla era una
tarde cubierta de estaño, estaño fundido, cuyas últimas luces llegaban,
divididas, desde las azoteas de los edificios más próximos.
Julio César Iglesias
A las siete de aquel miércoles de cerveza y fundición, los cronistas comenzaban a deslumbrarse con cierto Taland, un holandés berrendo en surmoluqueño que llevaba el balón con ceremonia, como si fuese un pastel de cumpleaños. Una vez en área, le enseñaba el pastel al defensa, y en el último momento lo escondía con el donaire de un prestidigitador. Luego bajaba la cabeza como si quisiera recoger los aplausos en el hoyo del cogote.
Uno a cero gana el AZ al Real Madrid juvenil. Faltan quince minutos.
Pero en aquella tarde metálica los ojeadores descubrirían un segundo fenómeno: para responder al holandés berrendo en surmoluqueño, Grande, el entrenador local, sacó a un extraño chico dotado de una tosca figura de repartidor. Tenía la espalda recta, las piernas robustas y cortas, y los brazos, largos y pendulares. Por si fuera poco, estaba rematado por una cabecita poliédrica cuyo punto de fuga era una nariz triangular. Como contrapartida, no tenía un pelo de tonto; alguien, seguramente un aprendiz, le había rapado al cero. Aquel tipo se llamaba Emilio Butragueño.
Cuando recibió el balón, las cosas cambiaron radicalmente. Dio un toque para controlar, levantó la cabecita, vio un hueco entre los defensas y metió un pase que era medio gol. Unos minutos después se había confirmado como un virtuoso del juego corto, uno de esos seres nacidos para la picardía de los salones de palacio. En el último minuto empató el partido. “Ni un pelo de tonto”, reconocieron los escépticos.
Muchos meses más tarde, aquel tipo microcéfalo reaparecía en el Real Madrid de Tercera División, antes llamado el amateur. El partido se jugaba en la Ciudad Deportiva. Había mucho público. En aquella fría mañana de estaño y limonada los chicos no lograban hacer un gol. A última hora llegaron al graderío dos desconocidos, seguramente dos locos. Eran bajitos, barbudos y medio incendiarios, y venían hablando de Butragueño. Decían que era un hombre de cinco velocidades. Sabía jugar a la carrera y tenía la plusvalía de una quinta marcha.
Cuando faltaba un minuto, El Buitre recibió el balón. En el círculo central metió la primera, en la demarcación de medios volantes la segunda, en línea de media luna la tercera, y en la línea frontal la cuarta. Los dos desconocidos empezaron a gritar “¡la quinta, Buitre! ¡La quinta!”
Fuera por prodigio o por casualidad, El Buitre dio un definitivo acelerón, se presentó ante el portero y disparó suavemente hacía la izquierda. Más que una jugada, aquel lance fue una conversación de El Buitre consigo mismo. Un monólogo que sólo podía terminar en gol.
Desde entonces El Buitre ha demostrado mil veces en el Castilla que la distancia más corta entre dos puntos no es la línea recta. Avanza en zigzag, o más exactamente, en zigzag y plata, como el relámpago. Su picado en el área es un flash, una explosión de luz rápida y deslumbrante.
La quinta de “El Buitre”
Sin embargo, la ascensión de El Buitre ha sido un fenómeno asociativo; su juego y sus goles han sido posibles gracias a la rara coincidencia de una emoción popular, de un gusto de la hinchada por la fantasía, y de una quinta de extremos fulgurantes y mediocampistas finos y geométricos. Los goles de El Buitre son cosa de Fuenteovejuna. De todos a una.
Todo empezó un jueves, a quinientos metros del casino de Montecarlo. Se disputaba la final del torneo juvenil Príncipe de Mónaco de selecciones nacionales, un campeonato de Europa oficioso. Había participado la selección española, y uno de sus jugadores, Miguel González, Michel, era designado mejor futbolista del año. Se rumorea que en la entrega de premios a la princesa Carolina se le cayó la pamela en presencia del joven interior izquierda, y que a Philip Junot se le empezó a caer Carolina. Tal episodio es, sin duda, un bulo con el que los cronistas quisieron reflejar su deslumbramiento ante los pases de Michel al espacio libre, ante su imaginativo juego de estudiante. “La imaginación, al poder”, dijeron los rezagados del Mayo francés; “La imaginación, al Castilla”, dijeron los aficionados madridistas que pretendían tomar por sorpresa los cuarteles de invierno de la vieja guardia. Pasaron el tiempo y los partidos. Hoy, con veinte años, Michel, capitán y líder del equipo, ensaya algunas viejas suertes olvidadas en los desvanes del Mundial de México; Junot se está quedando calvo, y la princesa Carolina deja caer su pamela ante Guillermo Vilas y Roberto Rossellini.
A la sombra de Michel comenzó a crecer Miguel Pardeza en los valles planos del estadio Santiago Bernabéu. Había venido de algún lugar de Huelva. Tenía la sagacidad de los linces de Doñana y, sobre todo, su misma rapidez. Para Pardeza, el gol es, antes que una jugada, un presentimiento. Tiene, como su compañero El Buitre, un pálpito especial que le permite situarse en el punto exacto, justo un segundo antes de que el balón haya llegado hasta allí. Luego toca, amaga, vibra y se esfuma entre los defensas como un muñequito electrónico. A la vista de su baja estatura, de su juego entre cósmico y tercermundista, los aficionados sospechan que no es únicamente una modesta versión de Maradona y una versión superior de Pato Yáñez; podía ser muy bien una mutación de Amancio y Johnstone; tal vez un ordenador japonés de bolsillo. Hasta ahora ningún defensa ha logrado tomarle el programa, y en Segunda División comienza a rumorearse que, de noche, todos los gatos son Pardeza.
Meridiano de “Greengoal”
Detrás de él, más bien hacia el centro, se mueve Lolo Sanchís. Seguramente nació por primera vez cuando su padre le hizo un gol agónico a Suiza en el mundial de Londres. Aquel Sanchís de tupé, barro y medias caídas se alzó del suelo gritando gol y soñando con una perpetuidad llamada Lolo.
Hoy Lolo tiene dieciocho años, una especie de ceja única, como de Polifemo, y es un niño terrible. Si estás en el equipo contrario, te persigue, te quita el balón, te pasa por encima, se escapa, y mata al portero de un disparo a bocajarro. Es muy malo, muy peligroso y muy positivo, y lleva una crónica negra escrita en la frente. Si no se regenera pronto, podría convertirse en uno de los mejores medios-matraca de Europa, borrar la memoria de Nobby Stiles y Bobby Moore, y aburrir a Sócrates, Falcao, Antognoni y otros sabios de Grecia en el Mundial de 1986. Si Dino Zoff decide volver, peor para él. Porque dicen los augures que el próximo grito de la hinchada será “¡Mata, Sanchís!”
Los cambios de juego hacia la izquierda suelen comenzar en Martín Vázquez. Como su amigo y protector Ricardo Gallego, aprendió en un colegio de frailes. Es, sin duda, la nueva frontera del fútbol. Tiene el ascetismo seco y disciplinario de los trapenses y el misticismo barroco de las carmelitas. Vive sin vivir en él, es decir, se desvive. Pero lo hace jugando al primer toque, o conduciendo con prudencia el balón, o persiguiendo al enemigo con la tenacidad de los peregrinos. Tiene la disciplina de Overath, la paciencia de Gárate, la solidez de Gerson y la fantasía mediterránea de don Manuel Velázquez Villaverde, duque de la Menta. Hay una línea imaginaria, un meridiano de Greengoal, que une Wembley con Maracaná a través de Chamartín y del Camp Nou. Pasa por Rafael Martín Vázquez.
De repente, Martín Vázquez, la próxima gran figura de la fiesta, centra con la parte exterior del pie, controla Michel, toca, ¡top!, hacia la derecha, recibe Pardeza, quiebra, pasa hacia el punto de penalti, llega Butragueño, desvía hacia la izquierda. Gol, goool. Gol de El Buitre. Catorce goles en diez partidos.
Hace mucho tiempo Alfredo Di Stefano tenía hilo directo con el Olimpo. Hoy debe tenerlo con las brujas de Macbeth y con el espíritu de Maquiavelo, como lo tuvo cuando volvió a River Plate. Allí, Beto Alonso estaba indispuesto; Fillol quería irse; Pasarella pensaba en Italia, y Tarantini, en su mujer, la vedette Pata Villanueva. Don Alfredo llamó a la última promoción de juveniles del club, a la quinta de Clausen y Vieta. Y ganó el campeonato.
Si los augures no se equivocan, ahora tiene diez minutos, acaso dos o tres partidos de Liga, para movilizar a la quinta de El Buitre. Para llamar a la imaginación, a la disciplina y a la calidad.
Tal vez así no logre ganar el campeonato, pero algunos hinchas recordarán el espíritu aventurero de Old Trafford y dirán: “El viejo don Alfredo ha vuelto a ser Di Stéfano”.
Un quinteto de 94 años
Emilio Butragueño. Delantero centro. Nacido en Madrid. Veinte años, 1,68 metros de estatura, 65 kilos de peso. Seleccionado Sub-21.
Miguel González, Michel. Madrid. Interior de ataque. Veinte años, 1,83 metros, 75 kilos. Una vez campeón juvenil de España. Veinticinco veces internacional juvenil. Dos veces internacional Sub-21. Mejor jugador del Torneo Juvenil de Mónaco.
Manuel Sanchís. Medio defensivo. Madrid. Dieciocho años, 1,79 metros. 74 kilos.
Miguel Pardeza. Extremo. Huelva. Dieciocho años, 1,67 metros. 63 kilos. Dos veces campeón de España juvenil. Dieciséis veces internacional juvenil.
Rafael Martín-Vázquez. Interior de ataque. Madrid. Dieciocho años, 1,80 metros. 74 kilos. juvenil. Campeón de España infantil. Mejor jugador del Campeonato Mundial Infantil de Argentina.
La quinta de El Buitre suma 94 años.
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