Hoy se cumplen treinta años de la publicación en El País del artículo de Julio César Iglesias en el que el periodista ponía nombre a La Quinta del Buitre
El lunes 14 de noviembre de 1983, es decir, tal día como hoy de hace treinta años, el periodista Julio César Iglesias publicó en las páginas de deportes del diario El País un artículo titulado Amancio y la quinta de El Buitre.
Acompañado de una fotografía de Amancio Amaro, entrenador del Castilla, con toda su plantilla, obra de Raúl Cancio, el periodista analizaba de manera pormenorizada los entresijos de aquel equipo filial del que todos hablaban maravillas y destacaba a un grupo de jugadores que terminarían haciendo grandes cosas en el fútbol español. Emilio Butragueño, José Miguel González, Manolo Sanchís, Rafael Martín Vázquez y Miguel Pardeza empezaban a llamar a la puerta para marcar una época y Julio César Iglesias fue el que bautizó a ese ramillete de futbolistas. Lo hizo en aquel mítico artículo que hoy cumple treinta años y gracias al cual nació La Quinta del Buitre.
El artículo era el siguiente:
Castilla Club de Fútbol, esplendor en la hierba
AMANCIO Y LA QUINTA DEL BUITRE
Si el fútbol fuese una ciencia exacta,
el éxito del Castilla sería sólo una igualdad matemática: con la jornada
de ayer, quince puntos, cinco positivos, veinticinco goles a favor,
once en contra. Si el fútbol fuese únicamente una ciencia, el éxito de
Butragueño, delantero centro titular, sería un simple dato numérico:
quince goles en once partidos. La serie goleadora de Butragueño, El
Buitre, es una muestra de calidad personal y es también el resultado de
una suma de esfuerzos. Detrás de El Buitre están el trabajo de un
entrenador con imaginación, Amancio Amaro, míster AA, y el ingenio
colectivo de Michel, Pardeza, Sanchís y Martín Vázquez. Una promoción a
la que los hinchas comienzan a llamar La quinta de El Buitre.
Julio César Iglesias
Las primeras noticias sobre El Buitre
datan de hace dos años y de un trofeo Santiago Bernabéu. Aquélla era una
tarde cubierta de estaño, estaño fundido, cuyas últimas luces llegaban,
divididas, desde las azoteas de los edificios más próximos.
A las siete de aquel miércoles de
cerveza y fundición, los cronistas comenzaban a deslumbrarse con cierto
Taland, un holandés berrendo en surmoluqueño que llevaba el balón con
ceremonia, como si fuese un pastel de cumpleaños. Una vez en área, le
enseñaba el pastel al defensa, y en el último momento lo escondía con el
donaire de un prestidigitador. Luego bajaba la cabeza como si quisiera
recoger los aplausos en el hoyo del cogote.
Uno a cero gana el AZ al Real Madrid juvenil. Faltan quince minutos.
Pero en aquella tarde metálica los
ojeadores descubrirían un segundo fenómeno: para responder al holandés
berrendo en surmoluqueño, Grande, el entrenador local, sacó a un extraño
chico dotado de una tosca figura de repartidor. Tenía la espalda recta,
las piernas robustas y cortas, y los brazos, largos y pendulares. Por
si fuera poco, estaba rematado por una cabecita poliédrica cuyo punto de
fuga era una nariz triangular. Como contrapartida, no tenía un pelo de
tonto; alguien, seguramente un aprendiz, le había rapado al cero. Aquel
tipo se llamaba Emilio Butragueño.
Cuando recibió el balón, las cosas
cambiaron radicalmente. Dio un toque para controlar, levantó la
cabecita, vio un hueco entre los defensas y metió un pase que era medio
gol. Unos minutos después se había confirmado como un virtuoso del juego
corto, uno de esos seres nacidos para la picardía de los salones de
palacio. En el último minuto empató el partido. “Ni un pelo de tonto”,
reconocieron los escépticos.
Muchos meses más tarde, aquel tipo
microcéfalo reaparecía en el Real Madrid de Tercera División, antes
llamado el amateur. El partido se jugaba en la Ciudad Deportiva. Había
mucho público. En aquella fría mañana de estaño y limonada los chicos no
lograban hacer un gol. A última hora llegaron al graderío dos
desconocidos, seguramente dos locos. Eran bajitos, barbudos y medio
incendiarios, y venían hablando de Butragueño. Decían que era un hombre
de cinco velocidades. Sabía jugar a la carrera y tenía la plusvalía de
una quinta marcha.
Cuando faltaba un minuto, El Buitre
recibió el balón. En el círculo central metió la primera, en la
demarcación de medios volantes la segunda, en línea de media luna la
tercera, y en la línea frontal la cuarta. Los dos desconocidos empezaron
a gritar “¡la quinta, Buitre! ¡La quinta!”
Fuera por prodigio o por casualidad, El
Buitre dio un definitivo acelerón, se presentó ante el portero y disparó
suavemente hacía la izquierda. Más que una jugada, aquel lance fue una
conversación de El Buitre consigo mismo. Un monólogo que sólo podía
terminar en gol.
Desde entonces El Buitre ha demostrado
mil veces en el Castilla que la distancia más corta entre dos puntos no
es la línea recta. Avanza en zigzag, o más exactamente, en zigzag y
plata, como el relámpago. Su picado en el área es un flash, una
explosión de luz rápida y deslumbrante.
La quinta de “El Buitre”
Sin embargo, la ascensión de El Buitre
ha sido un fenómeno asociativo; su juego y sus goles han sido posibles
gracias a la rara coincidencia de una emoción popular, de un gusto de la
hinchada por la fantasía, y de una quinta de extremos fulgurantes y
mediocampistas finos y geométricos. Los goles de El Buitre son cosa de
Fuenteovejuna. De todos a una.
Todo empezó un jueves, a quinientos
metros del casino de Montecarlo. Se disputaba la final del torneo
juvenil Príncipe de Mónaco de selecciones nacionales, un campeonato de
Europa oficioso. Había participado la selección española, y uno de sus
jugadores, Miguel González, Michel, era designado mejor futbolista del
año. Se rumorea que en la entrega de premios a la princesa Carolina se
le cayó la pamela en presencia del joven interior izquierda, y que a
Philip Junot se le empezó a caer Carolina. Tal episodio es, sin duda, un
bulo con el que los cronistas quisieron reflejar su deslumbramiento
ante los pases de Michel al espacio libre, ante su imaginativo juego de
estudiante. “La imaginación, al poder”, dijeron los rezagados del Mayo
francés; “La imaginación, al Castilla”, dijeron los aficionados
madridistas que pretendían tomar por sorpresa los cuarteles de invierno
de la vieja guardia. Pasaron el tiempo y los partidos. Hoy, con veinte
años, Michel, capitán y líder del equipo, ensaya algunas viejas suertes
olvidadas en los desvanes del Mundial de México; Junot se está quedando
calvo, y la princesa Carolina deja caer su pamela ante Guillermo Vilas y
Roberto Rossellini.
A la sombra de Michel comenzó a crecer
Miguel Pardeza en los valles planos del estadio Santiago Bernabéu. Había
venido de algún lugar de Huelva. Tenía la sagacidad de los linces de
Doñana y, sobre todo, su misma rapidez. Para Pardeza, el gol es, antes
que una jugada, un presentimiento. Tiene, como su compañero El Buitre,
un pálpito especial que le permite situarse en el punto exacto, justo un
segundo antes de que el balón haya llegado hasta allí. Luego toca,
amaga, vibra y se esfuma entre los defensas como un muñequito
electrónico. A la vista de su baja estatura, de su juego entre cósmico y
tercermundista, los aficionados sospechan que no es únicamente una
modesta versión de Maradona y una versión superior de Pato Yáñez; podía
ser muy bien una mutación de Amancio y Johnstone; tal vez un ordenador
japonés de bolsillo. Hasta ahora ningún defensa ha logrado tomarle el
programa, y en Segunda División comienza a rumorearse que, de noche,
todos los gatos son Pardeza.
Meridiano de “Greengoal”
Detrás de él, más bien hacia el centro,
se mueve Lolo Sanchís. Seguramente nació por primera vez cuando su padre
le hizo un gol agónico a Suiza en el mundial de Londres. Aquel Sanchís
de tupé, barro y medias caídas se alzó del suelo gritando gol y soñando
con una perpetuidad llamada Lolo.
Hoy Lolo tiene dieciocho años, una
especie de ceja única, como de Polifemo, y es un niño terrible. Si estás
en el equipo contrario, te persigue, te quita el balón, te pasa por
encima, se escapa, y mata al portero de un disparo a bocajarro. Es muy
malo, muy peligroso y muy positivo, y lleva una crónica negra escrita en
la frente. Si no se regenera pronto, podría convertirse en uno de los
mejores medios-matraca de Europa, borrar la memoria de Nobby Stiles y
Bobby Moore, y aburrir a Sócrates, Falcao, Antognoni y otros sabios de
Grecia en el Mundial de 1986. Si Dino Zoff decide volver, peor para él.
Porque dicen los augures que el próximo grito de la hinchada será
“¡Mata, Sanchís!”
Los cambios de juego hacia la izquierda
suelen comenzar en Martín Vázquez. Como su amigo y protector Ricardo
Gallego, aprendió en un colegio de frailes. Es, sin duda, la nueva
frontera del fútbol. Tiene el ascetismo seco y disciplinario de los
trapenses y el misticismo barroco de las carmelitas. Vive sin vivir en
él, es decir, se desvive. Pero lo hace jugando al primer toque, o
conduciendo con prudencia el balón, o persiguiendo al enemigo con la
tenacidad de los peregrinos. Tiene la disciplina de Overath, la
paciencia de Gárate, la solidez de Gerson y la fantasía mediterránea de
don Manuel Velázquez Villaverde, duque de la Menta. Hay una línea
imaginaria, un meridiano de Greengoal, que une Wembley con Maracaná a
través de Chamartín y del Camp Nou. Pasa por Rafael Martín Vázquez.
De repente, Martín Vázquez, la próxima
gran figura de la fiesta, centra con la parte exterior del pie, controla
Michel, toca, ¡top!, hacia la derecha, recibe Pardeza, quiebra, pasa
hacia el punto de penalti, llega Butragueño, desvía hacia la izquierda.
Gol, goool. Gol de El Buitre. Catorce goles en diez partidos.
Hace mucho tiempo Alfredo Di Stefano
tenía hilo directo con el Olimpo. Hoy debe tenerlo con las brujas de
Macbeth y con el espíritu de Maquiavelo, como lo tuvo cuando volvió a
River Plate. Allí, Beto Alonso estaba indispuesto; Fillol quería irse; Pasarella pensaba en
Italia, y Tarantini, en su mujer, la vedette Pata Villanueva. Don
Alfredo llamó a la última promoción de juveniles del club, a la quinta
de Clausen y Vieta. Y ganó el campeonato.
Si los augures no se equivocan, ahora
tiene diez minutos, acaso dos o tres partidos de Liga, para movilizar a
la quinta de El Buitre. Para llamar a la imaginación, a la disciplina y a
la calidad.
Tal vez así no logre ganar el
campeonato, pero algunos hinchas recordarán el espíritu aventurero de
Old Trafford y dirán: “El viejo don Alfredo ha vuelto a ser Di
Stéfano”.
Un quinteto de 94 años
Emilio Butragueño. Delantero centro.
Nacido en Madrid. Veinte años, 1,68 metros de estatura, 65 kilos de
peso. Seleccionado Sub-21.
Miguel González, Michel. Madrid.
Interior de ataque. Veinte años, 1,83 metros, 75 kilos. Una vez campeón
juvenil de España. Veinticinco veces internacional juvenil. Dos veces
internacional Sub-21. Mejor jugador del Torneo Juvenil de Mónaco.
Manuel Sanchís. Medio defensivo. Madrid. Dieciocho años, 1,79 metros. 74 kilos.
Miguel Pardeza. Extremo. Huelva.
Dieciocho años, 1,67 metros. 63 kilos. Dos veces campeón de España
juvenil. Dieciséis veces internacional juvenil.
Rafael Martín-Vázquez. Interior de ataque. Madrid. Dieciocho años, 1,80 metros. 74 kilos. juvenil. Campeón de España infantil. Mejor jugador del Campeonato Mundial Infantil de Argentina.
La quinta de El Buitre suma 94 años.